Antes de la pandemia, existía todo un ecosistema de panoramas. Un multiverso alternativo desparramado por las calles nocturnas de Concepción. Catacumbas, salones y castillos donde las almas hipnotizadas por la luna, se congregan a combatir su insomnio. Los rugidos aturdidores del jazz satánico, acarician con tierna violencia cientos de cuerpos sedientos de sensaciones.
Conocí a Larrea Trip en un momento extraño de mi vida. Una vez le pregunté de donde venía esa potente y extraña locura que hay en su música. Me dijo que lo primero que lo cautivó fue la impronta del bailable hard rock que tocaba Eddie Van Halen.
Esa manera de usar la palanca. Su alta capacidad técnica, que más de alguna vez me hizo pensar “eso es imposible” (de hacer con una guitarra). Su juguetona fórmula al combinar la agresiva potencia del hard rock, con matices pop, bailables y barrocos. Creo que a ambos nos sensibiliza mucho.
Larrea Trip es un trío de Jazz Satánico y fusíon bailable compuesto por Seba Larrea en guitarra, Gonzalo Rojas en Bajo y Víctor Henriquez en batería.
En vivo, a veces Seba introducía un tema con “esto va por Prince, por James Brown”, y otros tantos sexones conocedores del buen groove. Yo trataba de memorizar esos nombres para después investigar sobre su música. Estaba demasiado intrigado en saber de donde venía esa impronta tan fusión, tan jazz, tan satánica que tocaban los Larrea Trip.
“Que bueno que siguen acá. A veces cierro los ojos mientras tocó y cuando los abro ya se fueron todos” agrega Larrea.
Este trío toca harto. Harto en relación a veces por semana. Hubo un momento en que siempre estaban tocando. Yo más que nada me los pillaba de casualidad y en esas pilladas (que fueron hartas), una me llamó profundamente la atención.
Eso lo digo ahora, porque en el momento en que esto ocurrió, no podía pensar en descifrar lo que estaba sintiendo. El trío Larrea canaliza una planicie alborotada de congruentes arreglos de jazz satánico, una atmósfera de incoherencia con los cables bien puestos en la tierra.
Es un alboroto sonoro. No por su desorden estructural, ya que el bajo y la batería amarran todo a un sólido piso, a una piedra con raíces imposibles. Una piedra con identidades perdidas grabadas en su piel. La banda transmite una taquicardia de la percepción, algo extra musical, relacionado con lo sensorial e imaginario.
Esto se puede explicar en parte, por los efectos que usa el tío Larrea. Algunos delays de catedral con muchas perillas, algunos efectos que convierten tu guitarra en un sintetizador de la época que le pidas.
El tío explota estos efectos atmosféricamente yendo al extremo de no abusar del recurso.
Radica también en Gonzalo, el bajista. Se sube al parlante con su pelo de afro y te mira moviendo su cabeza. Su mirada te da un atisbo de locura interpretativa. A veces se baja del escenario y camina entre la gente mientras toca.
El bajo también usa efectos como el OD, la distorción, el chorus y algunos echos. Esto a momentos da una atmósfera super estimulada. Por un lado, el bajo te sacude en un terremoto de solidez y por otro, la gutiarra te habla de una alucinación gótica dentro de una catedral milenaria. O de un episodio verídico sobre el amanecer de la galaxia visto desde 300 moteles, con una perspectiva diferente en cada uno.
Este power trío es un pulmón que exhala psicodelia. Recuerdo caminar de noche por Maipú y a medida que avanzaba, una señal perdida se iba haciendo más tangible. Era el llamado del bar “Mal Paso”, donde Larrea Trip acostumbra a tocar, donde la gente se aglomera adentro y afuera del local. Puedes sentarte en la vereda, haciendo un alto en tu camino y escuchar las bailarinas melodías que salen de ahí. A veces este alto en tu camino se extiende más de lo planeado.
UN RITO EN CASA DE SALUD.
Lo que les contaba que ví y me sorprendió, fue que decidimos a ultima hora ir a Casa de Salud, casi por accidente. Casa de Salud es un amplio lugar de múltiples salones. Está la sala oscura con neón en las paredes, donde se tocan exaltados ritmos technos. 2 salones habilitados para humos, cuyas paredes lucen máscaras que parecen sacadas de lugares imposibles, de altísimas culturas. Frescos vivos adornan las paredes. La ornamentación es impredecible. Súmale varios salones más, cada uno con su propia identidad conceptual.
Ese día avancé directo a Geriatría, el salón de las butacas donde se toca música en vivo. Si tienes suerte agarras una butaca y ves todo sentado con tu jarrita de borgoña. Pero ese día llegué cuando estaba repleto y cuando se estaba exhibiendo en tiempo real “El chorro de sangre”.
Figuraba la música de Larrea Trip, que para este día ya conocía bastante, pero esta vez tenían montado un show performático de poesía encima de esta. La música iba en una intensidad ascendente, buscando adaptarse a una estructura narrativa que busca llevarte de un estado neutro hasta un clímax sensorial.
En el escenario de geriatría había montada una declamación. Habían luces en ambas esquinas, que rodeaban hasta arriba un pedazo de madera que en su punta tenía un cráneo de ornamentación de algún vacuno del desierto. Habían piedras a su alrededor, cueros y telas. El escenario, visualmente, daba toda la seriedad de algún ritual pagano bendecido por el universo.
Estimulantes sonidos, muy extraños también.
También hay dos sacerdotisas, con vestimentas y rayados en sus caras. Ellas ofician, declaman, hablan, narran y van indicando las partes y progresión del ritual.
El rito parte con la preparación de algún intento de elixir narrativo. Para esto se usa una extraña materia prima, concebida con lo que la música de Larrea Trip, le hace a las piedras que llevan las sacerdotisas.
Al juntar estos elementos, tiene lugar una alquimia fascinante que termina siendo un brebaje que contiene el paisaje e imaginario sonoro, la psicodelia y locura que tendrán lugar a continuación.
Pero para que esto suceda dentro de tu cabeza, tendrás que ser un tanto liberal no en materia política ni cívica, tampoco económica, quizás de comportamiento.
Tendrás que liberarte de códigos de algunas “buenas costumbres” tan enaltecidas. Tendrás que aceptar que la belleza existe incluso en el mismísimo arte de contemplarla.
Tendrás que no tenerle miedo a transportarte a un cenote perdido en alguna jungla mexicana. Un agujero de proporciones, con un torbellino de agua arremolinándose en su fondo. Su corriente te lleva, te ahoga y pasea por un sistema natural de cuevas, rápido e indescifrable.
En otra época algunas personas, a modo de ofrenda espiritual a algún dios sanginario, tiraban gente dentro de estos cenotes.
Al centro de la performance, hay un caldero alimentado por fuego, donde tiene lugar la alquimia. Las sacerdotisa poéticas vierten el contenido de el caldero en 5 vasos. Ellas y la banda (quienes en conjunto ofician el rito), beben sus vasos. Es un rito de sangre. La que corre dentro de ti, la que te da vida, tu esencia misma. No la sangre que se desparrama, salpica y repugna en algún morboso accidente, en una desmembración del medioevo, o en algo tan anatómico y estéticamente potente.
Desde el principio hubo un baúl en el fondo con luces adentro de el, en un momento se abrió.
En otro momento ambas sacerdotisas poéticas se acercan al cofre de rodillas. En un trance sensorial. Comienza una alternación entre el encendido y apagado de las luces. Este juego de luz iba cada vez más rápido.
Ellas empiezan a tirar desde el cofre una sustancia líquida diluida con un color y lo esparcen con sus manos, lanzándolo alrededor.
Me dio la impresión que ese líquido podía ser algo proveniente de una estrella agonizante. Residuos de una sinfonía de fúnebres magmas de plasma, vertidos en el ritual último de la creación de una materia indefinida.
Pasaban sus manos manchadas por sus caras, con un lenguaje corporal muy ambientador. Sus ropas, sus cuerpos y su alma quedaban manchadas con la sustancia.
Yo estaba cerca de donde ocurría el ritual (en la sala de las butacas no hay un “escenario” propiamente tal, no hay una tarima en altura. Hay un espacio despejado con amplificadores, retornos, batería y espacio para instrumentos, todo esto a raz del suelo. El espectador observa a raz del piso en la butaca, en una butaca de los lados que están en leve altura, o de pie entre la multitud que tampoco agarró asiento).
Dentro de todo ese trance performático, atiné a decir :”pintame” Y una de las sacerdotisas se acercó con sus humedas manos, lubricadas con elixir narrativo, fantasmagórico y festivalesco. Usó mi cara como un lienzo, pasó sus manos por esta, por unos momentos tan breves, que se confundían con la eternidad.
Sentí la temperatura de sus manos empapadas en fantasía, haciendo contacto con mi piel. Me miró profundamente en los ojos, absorta en su personaje. Quizás más allá de este.
ME GUSTARÍA AÑADIR.
La pandemia me ha hecho pensar sobre el pasado, sobre mis andanzas y episodios. Ha volado tanto la imaginación en este tiempo, que dentro de esta ahora existen naciones y territorios con folklores y tradiciones únicas.
Una de estas naciones que construyo en mi imaginario es Concepción o Africonce como diría Larrea Trip. En esta tierra habitan desformes criaturas, con hermosas luces a su alrededor. Hay cuevas y catacumbas donde los mitológicos seres se reúnen a divagar sobre el sentido y propósito de nuestra existencia, en este cuento de fantasía surreal que llamamos “la ciudad”.
Recuerdo que por más de una semana seguía pensando en ese sábado en CDS. Lo sigo haciendo a veces. No había escrito de este episodio, pero a veces sueño con uno parecido. Para que voy a mentir, me tuvo impresionado y asimilando todo por unos tres días. Le conté de esto a varias personas, algunas me repreguntaron. Otros, dejaron que el relato se perdiera en el aire.